Relatos

                                                             Caoba    




Tengo a mi madre en casa. Todos los días le paso un paño para quitarle el polvo y esas minúsculas gotas, semejantes a sudor, que desprende su cuerpo.

Ya no digo que es mi madre. Me recomendaban la visita a un psiquiatra. Ahora guardo un absoluto silencio respecto a la estatua de madera, tamaño natural, que me observa silente desde un rincón de mi estudio.

El caso de su desaparición se mantiene abierto para todos excepto para mí que conozco la rocambolesca verdad.                                                                       

Mamá era ecologista, vegetariana y esotérica. Practicaba yoga y Tai chi. Yo la visitaba con frecuencia. Abría la puerta cuidadosamente con la llave que aún conservo y caminaba de puntillas hasta su dormitorio donde la encontraba, habitualmente, sentada en el suelo, en la posición del loto, sobre un cojín naranja, con las piernas cruzadas y los ojos semicerrados. Los  tres chuchos, que había rescatado de la perrera, la rodeaban somnolientos con la cabeza entre las patas. La música rozaba el cuadro con un dulce velo. La luz titilante de las velas participaba en la penumbra de la habitación. La varilla de incienso desprendía una columna de humo blanco que danzaba en el aire y lo impregnaba de un aroma brujo.

Al musitarle: <<mamá>>, movía lentamente los dedos de las manos y estiraba su cuerpo hasta que me saludaba con un sosegado hilo de voz. Después tomábamos una infusión. Ella elegía el té rojo, entre los numerosos tarros de su estantería, porque sabía de mi inclinación por los sabores contundentes y las emociones fuertes, pero lo que iba a ocurrir superó mis límites.

No fui capaz de extrañarme ante la adoración que mi madre sentía por su cama. La consideré una más de sus excentricidades. Ella me repetía la historia del mueble traído desde Venezuela por mis bisabuelos. La escuchaba resignado conociendo la secuencia completa de la emigración ilegal, en barco, desde La Palma hasta la tierra que prometía todo aquello de lo que carecía el archipiélago canario y supe de la magia de la selva de dónde procedía la madera de caoba con que se fabricó.

No presté atención a sus historias acerca del rumor de las hojas del árbol que escuchaba al acostarse, ni a su certeza de que la madera respiraba, ni a sus sueños en los que feroces animales la amenazaban o respiraba el aroma dulce de las grandes flores tropicales. Aseguraba que su cama era su mejor amiga, que le hablaba, consolaba y aconsejaba con la sabiduría de la Naturaleza, madre primigenia y pródiga, donde había crecido.

Tampoco encontré motivo de preocupación en las infusiones que preparaba con astillas a pesar de que, cuando me pidió que le ayudara a separar la cama de la pared para realizar su limpieza anual, observé pequeñas heridas en la madera, algunas ya cicatrizadas, otras todavía frescas. Tan sólo admiré la exactitud realista de las imágenes en bajo relieve que decoraban la cabecera y que conformaban escenas cuyos protagonistas eran los indios amazónicos agrupados en torno a un chamán,

Cuando la piel y el pelo de mi madre comenzaron a adquirir un color caoba, utilicé mi lógica para atribuirlo al sol y a un nuevo tinte para el cabello. y el leve aroma a madera que percibía al besarla, a un perfume cosmético. Me preocupaba, eso sí, la rigidez que iban adquiriendo sus miembros a pesar de su disciplina física.

Nada me había preparado para lo que encontré aquel día cuando, después de empujar suavemente la puerta y llamarla, tan sólo me respondió la música. En su habitación, sentada sobre el cojín naranja y rodeada de sus perros, estaba la estatua de madera en que se había convertido mi madre. Sus delgados miembros tan rígidos como su cabello. Me acerqué con cuidado y toqué su hombro. Estaba caliente y desprendía un aroma dulce de flores. No percibí movimiento alguno en la figura, sin embargo, supe instintivamente que era ella.

La conmoción hizo que me dirigiera hacia la cama. Escudriñé atentamente la cabecera  y, entre los indios que rodeaban al chamán, pude distinguir la figura de mi madre, sentada en posición de loto, bajo las ramas de un árbol de caoba.






7 de noviembre de 2011











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                         ISLOTES HUMANOS




Conjunto de relatos que conforman el libro Islotes humanos galardonado con el premio de cuentos del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife.

-El trayecto                                                         
                        
-La jornada 
                                                         
-La extraña  
                                                          
 


Los personajes protagonistas de estas historias tienen como nexo de unión la soledad.

La sociedad margina a los individuos con características peculiares y ellos, a su vez, encuentran una salida personal con la que poder sobrevivir en su pequeño mundo.