martes, 25 de junio de 2013

QUIÉN SOY YO


El accidente de Laura me hizo pensar que la vida, por fin, me había dado la oportunidad que merecía.
Se lo di todo. La cuidé y amé como nunca nadie lo había hecho. Ella, mi amada esposa, mi niña mimada, cree que no valgo más que para ser maestro de escuela. La realidad es que me vi en la obligación de presentarme a unas oposiciones insignificantes, y abandonar mi doctorado en Química Orgánica, para asegurar su subsistencia.
Mientras corría al hospital, el miedo se alojó en mis pulmones. Jadeando, busqué su habitación. La idea de perderla se enroscaba en mi mente, me hacía apretar las mandíbulas y fruncir el ceño. La encontré en una habitación soleada. Resultaba graciosa en aquella postura: despatarrada, con el brazo derecho cruzado sobre el pecho y sorbiendo agua con una pajita de plástico. La ilustre abogada Laura Díez del Castillo, conocida en todo el archipiélago por sus innumerables casos resueltos, por su eficacia y persuasión, ahora yacía indefensa como un insecto boca arriba.
No pude evitar la risa. Estaba contento de que aquel cuatro por cuatro tan sólo le hubiese roto las dos piernas y el brazo derecho. No supo comprender mi humor y, a través de sus párpados hinchados, me lanzó una de sus severas miradas, la misma con la que obsequia a su secretaria cuando se equivoca. Conozco esa mirada. Laura no admite la debilidad ni el fracaso. Cuando me enamoré de ella, comprendí que su intransigencia era fruto de la energía y vitalidad que deja prendida, como un largo velo, en el espacio que ocupa su cuerpo. Por eso, me oculté bajo su sombra durante tanto tiempo.
Supe esperar el momento oportuno para suavizar esos rasgos de su carácter y, cuando quedó bajo mi cuidado, me propuse dulcificarla, humanizarla, bajarla del pedestal en que la sociedad la había colocado gracias a su belleza y su éxito. Fue un trabajo lento y meditado que requería la fortaleza y paciencia de un hombre. Me mantuve firme al comunicarle que sería yo quien la atendería en su convalecencia y, contra lo esperado, aceptó la idea después de reflexionar unos minutos.
La primera modificación que impuse fue alejarla de sus amistades. Nunca me gustaron sus amigas, le hacían pensar demasiado y eso no es bueno para nadie. Opté por quitar el supletorio telefónico de su mesilla de noche e hice caso omiso a sus enérgicas protestas, a pesar de que sus gritos golpeaban mis oídos y me producían temblores. Logré, así, convertirme en su nexo  con el mundo, y pude comprobar la brillantez de mi mente al inventar múltiples motivos y excusas que impedían a mi mujer contestar a las  llamadas de quienes se interesaban por su estado.
Con el fin de que comprendiera lo mucho que me necesitaba, alargaba el tiempo entre las comidas hasta que Laura, mi mujer, reclamaba comida o incluso agua. Mi silencio respondía a su exigencia cada vez más imperiosa. Aunque sus ojos continuaban desprendiendo chispas cuando entraba con la bandeja en el dormitorio, con el tiempo comprendió: dejó de vociferar, aprendió la virtud del silencio. También le enseñé a alimentarse correctamente. Para ello, escogía con detenimiento sus platos y apliqué las enseñanzas paternas: “Comes ahora o lo dejas para más tarde, pero no hay otra cosa”. Pronto aceptó las verduras que siempre había despreciado.
Procuré hacerle ver lo mucho que la amaba y el sacrificio que estaba dispuesto a hacer por ella cada día. Con ese objetivo en mente, le hablaba de lo ocupado que estaba haciéndome cargo de todas las tareas de la casa, y  del cansancio que me invadía al acostarme, después de haber dejado todo preparado para mi esposa.
Retiré el televisor de encima de la cómoda para intensificar su ejercicio espiritual, su reflexión acerca del verdadero lugar que me correspondía en su vida; pero decidí que un poco de entretenimiento le vendría bien y comencé a leerle mis poemas preferidos. Laura siempre había rechazado a Walt Whitman. Era el momento idóneo para que aprendiera a apreciar la belleza de sus versos. Al terminar, le pedía que manifestara sus impresiones y, demostrando lo efectivo de mis enseñanzas, respondía con un hilo suave de voz que despertaba en mí el deseo. Entonces, me acercaba a ella y la besaba, primero con dulzura, para desatar poco a poco mi fuerza en una danza donde el aire era su cuerpo.  Mis manos y mi boca se deslizaban dibujando figuras que se colaban por los espacios que el yeso dejaba al descubierto. Laura, mientras tanto, cerraba los ojos y apretaba los labios, pero ya no protestaba, ya no miraba echando fuego por los ojos, ya no me daba manotazos con el único brazo libre que le quedaba.
Conseguí mi objetivo en tan sólo dos meses. Mi esposa se había convertido en una dulce mujer que esperaba a su marido, que aceptaba su opinión y sus decisiones, sabiendo que nadie mejor que él podría darle lo que ella precisaba.
Por eso, no entendí cuando le dijo al doctor: “De aquí no salgo hasta que hable con una trabajadora social”. A continuación, le pidió que me expulsara de la consulta y, aunque protesté, me sentía tan aturdido que accedí a dejarlos solos.
Más tarde, la trabajadora social se dirigió a mí para hacerme saber la verdad: Laura me había engañado, había simulado dulzura en la voz, paciencia y comprensión. Supo esconder la vileza que me descubrió su denuncia. En ella, alegó denegación de auxilio y malos tratos.
He colocado su fotografía en la pared de mi celda y le hablo todos los días. Soy un buen hombre, sé esperar y perdonar. Pronto volveremos a estar juntos y, esta vez sí, Laura comprenderá quién soy yo.


Nota: Este cuento fue seleccionado, para su publicación, en el 2º Concurso de Relato Breve Bohodón Ediciones.





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