El accidente de Laura me hizo pensar que la vida, por fin,
me había dado la oportunidad que merecía.
Se lo di todo. La cuidé y amé como nunca nadie lo había
hecho. Ella, mi amada esposa, mi niña mimada, cree que no valgo más que para
ser maestro de escuela. La realidad es que me vi en la obligación de
presentarme a unas oposiciones insignificantes, y abandonar mi doctorado en
Química Orgánica, para asegurar su subsistencia.
Mientras corría al hospital, el miedo se alojó en mis
pulmones. Jadeando, busqué su habitación. La idea de perderla se enroscaba en
mi mente, me hacía apretar las mandíbulas y fruncir el ceño. La encontré en una
habitación soleada. Resultaba graciosa en aquella postura: despatarrada, con el
brazo derecho cruzado sobre el pecho y sorbiendo agua con una pajita de
plástico. La ilustre abogada Laura Díez del Castillo, conocida en todo el
archipiélago por sus innumerables casos resueltos, por su eficacia y
persuasión, ahora yacía indefensa como un insecto boca arriba.
No pude evitar la risa. Estaba contento de que aquel cuatro
por cuatro tan sólo le hubiese roto las dos piernas y el brazo derecho. No supo
comprender mi humor y, a través de sus párpados hinchados, me lanzó una de sus
severas miradas, la misma con la que obsequia a su secretaria cuando se
equivoca. Conozco esa mirada. Laura no admite la debilidad ni el fracaso.
Cuando me enamoré de ella, comprendí que su intransigencia era fruto de la
energía y vitalidad que deja prendida, como un largo velo, en el espacio que
ocupa su cuerpo. Por eso, me oculté bajo su sombra durante tanto tiempo.
Supe esperar el momento oportuno para suavizar esos rasgos
de su carácter y, cuando quedó bajo mi cuidado, me propuse dulcificarla,
humanizarla, bajarla del pedestal en que la sociedad la había colocado gracias
a su belleza y su éxito. Fue un trabajo lento y meditado que requería la
fortaleza y paciencia de un hombre. Me mantuve firme al comunicarle que sería
yo quien la atendería en su convalecencia y, contra lo esperado, aceptó la idea
después de reflexionar unos minutos.
La primera
modificación que impuse fue alejarla de sus amistades. Nunca me gustaron sus
amigas, le hacían pensar demasiado y eso no es bueno para nadie. Opté por
quitar el supletorio telefónico de su mesilla de noche e hice caso omiso a sus
enérgicas protestas, a pesar de que sus gritos golpeaban mis oídos y me
producían temblores. Logré, así, convertirme en su nexo con el mundo, y pude comprobar la brillantez
de mi mente al inventar múltiples motivos y excusas que impedían a mi mujer
contestar a las llamadas de quienes se
interesaban por su estado.
Con el fin de que
comprendiera lo mucho que me necesitaba, alargaba el tiempo entre las comidas
hasta que Laura, mi mujer, reclamaba comida o incluso agua. Mi silencio
respondía a su exigencia cada vez más imperiosa. Aunque sus ojos continuaban
desprendiendo chispas cuando entraba con la bandeja en el dormitorio, con el
tiempo comprendió: dejó de vociferar, aprendió la virtud del silencio. También
le enseñé a alimentarse correctamente. Para ello, escogía con detenimiento sus
platos y apliqué las enseñanzas paternas: “Comes ahora o lo dejas para más
tarde, pero no hay otra cosa”. Pronto aceptó las verduras que siempre había despreciado.
Procuré hacerle ver
lo mucho que la amaba y el sacrificio que estaba dispuesto a hacer por ella
cada día. Con ese objetivo en mente, le hablaba de lo ocupado que estaba
haciéndome cargo de todas las tareas de la casa, y del cansancio que me invadía al acostarme,
después de haber dejado todo preparado para mi esposa.
Retiré el televisor
de encima de la cómoda para intensificar su ejercicio espiritual, su reflexión
acerca del verdadero lugar que me correspondía en su vida; pero decidí que un
poco de entretenimiento le vendría bien y comencé a leerle mis poemas
preferidos. Laura siempre había rechazado a Walt Whitman. Era el momento idóneo
para que aprendiera a apreciar la belleza de sus versos. Al terminar, le pedía
que manifestara sus impresiones y, demostrando lo efectivo de mis enseñanzas,
respondía con un hilo suave de voz que despertaba en mí el deseo. Entonces, me
acercaba a ella y la besaba, primero con dulzura, para desatar poco a poco mi
fuerza en una danza donde el aire era su cuerpo. Mis manos y mi boca se deslizaban dibujando
figuras que se colaban por los espacios que el yeso dejaba al descubierto.
Laura, mientras tanto, cerraba los ojos y apretaba los labios, pero ya no
protestaba, ya no miraba echando fuego por los ojos, ya no me daba manotazos
con el único brazo libre que le quedaba.
Conseguí mi
objetivo en tan sólo dos meses. Mi esposa se había convertido en una dulce
mujer que esperaba a su marido, que aceptaba su opinión y sus decisiones,
sabiendo que nadie mejor que él podría darle lo que ella precisaba.
Por eso, no entendí cuando le dijo al doctor: “De aquí no
salgo hasta que hable con una trabajadora social”. A continuación, le pidió que
me expulsara de la consulta y, aunque protesté, me sentía tan aturdido que
accedí a dejarlos solos.
Más tarde, la
trabajadora social se dirigió a mí para hacerme saber la verdad: Laura me había
engañado, había simulado dulzura en la voz, paciencia y comprensión. Supo
esconder la vileza que me descubrió su denuncia. En ella, alegó denegación de
auxilio y malos tratos.
He colocado su
fotografía en la pared de mi celda y le hablo todos los días. Soy un buen
hombre, sé esperar y perdonar. Pronto volveremos a estar juntos y, esta vez sí,
Laura comprenderá quién soy yo.
Nota: Este cuento fue seleccionado, para su publicación, en
el 2º Concurso de Relato Breve Bohodón Ediciones.