El humano robot comienza a recordar a medida que escucha las conclusiones de los científicos. Sus orígenes seculares se remontan a un ínfimo punto en el que no existe el tiempo y cuyo funcionamiento y composición se desconocen. El humano robot imagina esa especie de agujero negro como energía que danza al compás de una música sin sonido cuyas notas componen lo que en este mundo se entiende como paz.
El humano robot ha olvidado sus orígenes. Ignora por qué habita este cuerpo que ve, toca, huele y oye todo aquello que, en un Principio, no era más que materia y energía sin textura, olor ni sonido. Desconoce si fue elección o imposición lo que le convirtió en una célula que se multiplicó hasta dar forma a un bebé indefenso al que, según le cuentan, pusieron nombre otros seres semejantes a él.
Foto: Vértices de Antonio la Fuente del Pozo
Esos seres le dijeron que era incapaz aunque fuerte, envidioso aunque generoso, libre aunque guiado por su inconsciente, bueno aunque malo, hermoso a pesar de su baja estatura, su sobrepeso, y sus ojos pequeños. Y se lanzó a esta aventura que llaman vida, lidiando con todo aquello que debía ser y no era, y con aquello que era y no podía ser.
Inventó personajes que le habían inventado y que le demostraron amor, desprecio, admiración, envidia… Sentimientos que aprendió a distinguir, rechazar o aceptar.
Sabe que, cuando el corazón palpita con fuerza, ha de prepararse para ver interrumpida su segura zona de confort. A veces, al hombre robot ese palpitar le señala la presencia de un peligro; otras, la cercanía de una explosión encadenada de emociones agradables. Su transportador o receptáculo está íntimamente conectado con su cuarto de máquinas. Así, ha de comprobar cómo los pensamientos inmateriales influyen en el funcionamiento de los órganos materiales.
Las percepciones, sensaciones y emociones generan sus creencias y le guían. Son su sónar y su radar a la hora de tomar decisiones con las que selecciona vivencias. Su memoria agrupa, transforma y conecta esas vivencias construyendo una identidad a la que llama yo.
Al mirarse al espejo, se asoma con timidez al engaño que inventa la memoria. No ve aquel bebé indefenso de la fotografía en blanco y negro, ni al niño inocente y tierno, ni al adolescente confuso y asimétrico, ni al joven atractivo y valiente. Sus sentimientos, sus vivencias y su forma de ver el mundo han dibujado un rostro que reclama ser reconocido, y al que sólo puede otorgar una identidad efímera, cuando mira hacia el futuro.
Los demás intentan mantener ese engaño. Le saludan y dicen conocerle. Es cierto que algunos de sus recuerdos se asemejan; sin embargo, siempre encuentra variaciones que le hacen dudar de su veracidad. Incluso, a veces, les ha visto apropiarse de una frase o un hecho del que creyó ser protagonista.
De cuando en cuando, se tranquiliza con la idea de que todo terminará algún día. Desconoce el momento en que su maquinaria fallará hasta el punto en que sea imposible repararla. Dicen que, entonces, descansará en paz. A él le gusta imaginar que dejará de ser una entidad separada, para volver a formar parte de aquello que fue: energía que danza al son de una música sin sonido.
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